Empobrecidos por la crisis económica y la inflación, cada vez más argentinos acuden a los comedores sociales de Buenos Aires, donde pueden recibir una comida gratuita. Relatos conmovedores.

Le cuesta caminar, pero María Vargas, de 66 años, va todos los días al comedor de Villa Soldati, un barrio del sudoeste de la capital argentina.

A pie, le toma una hora y media ir y venir desde su casa en un barrio empobrecido de construcciones sociales sumergido en la marginación y cercado por la droga, donde cría a sus hijos. “Vengo desde hace dos meses”, confiesa con disgusto. “El precio de los alimentos aumentó tanto que no puedo más. Estoy en la miseria”, afirma. “Fui a un comedor, después a otro, pero no hay más lugar. Entonces vine acá”, explica.

Cada día, la Fundación Margarita Barrientos distribuye 2.000 porciones de comida, servidas en las mesas de madera o entregadas en viandas para llevar. Cuarenta voluntarios cocinan de lunes a viernes desayuno, almuerzo, merienda y cena más las comidas para dos guarderías infantiles y una treintena de ancianos.

Desde las 11:30, hombres y mujeres de todas las edades forman fila en la calle esperando que abran las puertas al mediodía para comer.

“El número de personas que vienen ha aumentado”, asegura Isabel Brites. Entre sonrisas y palabras afectuosas distribuye los tickets que servirán luego para comer o retirar comida para aquéllos que no comen en el comedor. Recesión, despidos, caída del 50% del peso este año y una inflación del 40% anual: La economía argentina está hundida en la crisis.

Brites, de 56 años, también recibió comida gratis del comedor cuando recién llegó a Buenos Aires desde su Formosa natal, en la frontera norte de Argentina, hace tiempo atrás. Ahora es una de las responsables del comedor.

Gastón Fernández y Brenda Valdiviezo, 21 años los dos, se anotan en el registro y retiran un ticket para comer. Desde que hace tres meses perdieron sus trabajos en un supermercado, vienen todos los días.

“Sin esto, no sé cómo haríamos”, dice con resignación Gastón.

Viven de changas, trabajos eventuales en el barrio donde a duras penas llegan a fin de mes.

“La gente tiene menos plata, los precios aumentan, el supermercado vende menos. Despidieron a cinco de los siete empleados donde yo trabajaba. Ahora es difícil encontrar un trabajo”, relata.

“Acabo de descubrir este lugar. íQué alivio! Y al mismo tiempo, esto no debería existir, si hubiera trabajo para todos. Antes, me ganaba la vida correctamente, no necesitaba ayuda”, suspira Oscar Quirós, de 61 años.

Este ex albañil, devenido en empleado de una empresa de limpieza, desprecia a los políticos. “Son incapaces de gobernar el país, siempre hay crisis económicas, pero ellos se llenan bien los bolsillos. La pobreza no les importa”, piensa.

María Vargas es de las últimas en llegar para la comida. Se va con el estómago lleno y lleva una vianda para la cena de su hijo. “Hace un año que él busca trabajo, pero con un brazo enfermo, no encuentra”, dice preocupada.

Hace unos meses ella fue hospitalizada por una anemia, no comía lo suficiente.

Con los 7.000 pesos por mes (185 dólares) que cobra de pensión, es imposible vivir dignamente en Argentina. “Los remedios se volvieron muy caros y además recibí una factura de gas de 3.500 pesos. No la puedo pagar”, dice llorando.

“Es demasiado difícil vivir en este país, todo aumenta, estoy cada vez más deprimida”, relata.

Karina Ceballos, de 43 años, vive en Claypole un barrio pobre al sur de la capital argentina. Señala la necesidad de abrir más comedores frente a la urgencia de la situación económica.

“En nuestro barrio las cosas están muy mal. Somos pacientes, muy pacientes, pero ¿cuánto tiempo más vamos a esperar? En un momento la angustia se transforma en bronca”, advierte.

“La gente tiene hambre, está desesperada, los comedores desbordan. Los gobiernos cambian, la pobreza sigue”, advierte.

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