En esa madrugada de 2004, el hombre de 62 años que dirigía a Independiente cerró una etapa, pero abrió la posibilidad de resignificar su mundo de buenas complicidades, miradas muy atentas y compromisos que ampliaron la superficie del fútbol.  

Aquella noche del lunes 2 de agosto de hace 16 años el tipo se había ido. No como un héroe de las películas inolvidables que recogen las eternas memorias del cine. Ni tampoco como un mito inalcanzable que se inscribe en el portal de las viejas y nuevas leyendas. José Omar Pastoriza era un tipo común que había hecho cosas no tan comunes.

Es muy probable que el Pato expresara algo que a él lo trascendía. Era el clima de época. Su época. La que vivió en Rosario, su tierra natal y en Buenos Aires. La que en definitiva lo terminó nutriendo. Otra Argentina. Otra gente. Otra sociedad. Otros relieves para ir construyendo las relaciones de todos los días. Las complicidades de todos los días. Las pasiones ocultas o visibles de todos los días.

Así, como se fue haciendo el Pato, se hicieron millones de seres anónimos capturando misterios, dudas y certezas. Transitando las luces y las sombras de las grandes ciudades y de los grandes suburbios. Desde allí, desde esos pliegues siempre imperfectos de la vida, fue entrando en escena el tipo que no le escapó a las distintas responsabilidades que fue eligiendo en el rol de jugador, Secretario General de Futbolistas Argentinos Agremiados (FAA) y entrenador.

Y cuando planteamos que no le escapó a todas las circunstancias positivas y negativas que se le fueron presentando, también afirmamos que en los triunfos y en las derrotas el hombre que murió a los 62 años no caminó de la mano de la hipocresía ni del oportunismo.

Es cierto, nadie va a decir ahora con tono melodramático que el Pato tenía todas las cartas del mazo. La realidad es que nunca gozó de unanimidades estruendosas ni plenitudes excepcionales. Pero vio lo que muchos no vieron ni ven: la cara de la gente. Quizás por eso lo acompañó un perfume que lo distinguió. Que lo mostró diferente. No solo por el liderazgo que supo ejercer con despojada naturalidad a la hora de jugar y al momento de conducir, sino por la orientación de una mirada que superó a la aldea específica del fútbol.

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Porque le ganó al fútbol aun respirando fútbol desde pibe. Le ganó al refugio corporativo que siempre convive en el fútbol. Abarcó otros paisajes. Otros horizontes. Otros perfiles. Por eso llegó a algunos lugares, no necesariamente geográficos, que hombres más formados en el conocimiento no pudieron arribar.

No tenía el Pato bibliografía política que pudiera mostrar para denunciar su compromiso. Pero era un hombre político. Con potente contenido político, más allá de su admiración explícita por Perón y por Evita. Contenido político para entender e interpretar cómo se van moviendo las sociedades. Cómo se van afirmando o quebrando los hombres y las mujeres.

Cuando debió partir de la Argentina en septiembre de 1972 siendo líder de Agremiados porque desde la propia AFA, intervenida por la dictadura de Alejandro Agustín Lanusse, le recomendaron que deje todo y se vaya al exterior (jugó en el Mónaco de Francia, hasta que regresó a Independiente en julio de 1976 como entrenador), el Pato no se proclamó un perseguido. Y lo fue. Un perseguido del fútbol argentino que en los 90 se resignificó en un perseguido también por varios medios de comunicación que lo denostaron proclamando que su gran virtud como técnico era hacer “buenos asados” para unir a los grupos.

En su código no aplicaba la praxis de la victimización. Ni se abandonó a la melancolía para atrapar nostalgias que no pocas veces hacen bajar los brazos. La objetividad estadística sentencia que ganó todo lo que se puede ganar con Independiente. Primero como jugador, aunque le faltó la Intercontinental. Después como técnico. Se fue en búsqueda de otros destinos profesionales (en la Argentina, Brasil, Colombia, El Salvador, Bolivia, España y en Venezuela) y volvió en cuatro oportunidades a dirigir al Rojo después de su primer ciclo del 76 al 79.

Había dejado una huella tan profunda como intransferible. El hombre que sabía dosificar con inteligencia artesanal los silencios y las palabras rotundas, en su recorrido había instalado una certeza: no ser tibio, complaciente ni cortesano con aquellos que tienen la sartén por el mango.

¿Qué ganó, qué perdió? Se ganó un recuerdo imborrable. Y perdió la posibilidad de seguir metiéndole un chanfle perfecto a los tipos que siempre se los lleva el viento.

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