Aunque estén rodeados de multitudes de colaboradores de todo tipo, los entrenadores, emergentes de los valores y mandatos de esta sociedad, padecen la soledad del poder. La soledad que intoxica. La decisión voluntaria o involuntaria de encerrarse y de no mirar otro paisaje que el propio, termina limitando los espacios del conocimiento. El miedo de y el rechazo de comunicarse con el otro. La otra cara que revela Pep Guardiola.

La soledad del poder no es un invento de los poetas y filósofos que abrevan en el existencialismo expresado por el intelectual francés Jean Paul Sartre (1905-1980). Es una mancha oscura del poder. Del poder político, económico, sindical, periodístico, religioso, artístico, científico, tecnológico, cultural, futbolístico. De todos los poderes.

La soledad del poder admite ensayos, teorías, consignas, libros, cuentos, explicaciones de todas las tonalidades, películas, series y relatos más bizarros o más inteligentes del pasado, del presente y seguramente del futuro.

En el fútbol, la soledad del poder también podría enfocarse en los entrenadores. Es cierto, están acompañados por una generosa variedad de profesionales que ellos eligieron para desempeñar su labor. Cada año que transcurre los técnicos suman más integrantes a esa aldea variopinta del saber futbolístico que está en todas partes y no está en ningún lado.

A los ayudantes habituales del técnico se le incorporan los especialistas en áreas vinculadas al universo tecnológico y mediático para intentar llenar los espacios del conocimiento que aparecen descubiertos. Entonces es probable que el cuerpo orgánico de un entrenador en un club o en la Selección alcance las quince personas. O más. Un auténtico show.

Está rodeado de gente ese técnico al que sus colaboradores más o menos calificados le acercan planillas, datos, información, lectura especializada, videos, resúmenes, resultados reales y abstractos y una serie de rutinas complementarias que en un plano ideal tendrían que enriquecerlo para elaborar y construir su proyecto.

Pero ese técnico (o político, gurú económico, científico, periodista o artista popular, entre otros protagonistas), por más equipo que gire a su alrededor, en muchísimas circunstancias se va a sentir solo. Irremediablemente solo en la madrugada. Y más ahora que antes. ¿Por qué? Porque el hombre de la era digital casi sin tomar conciencia de su soledad se fue encerrando en la contemplación y el exhibicionismo hedonista de su propio ombligo.

Se comunica con miles en la era dorada de las redes sociales capturadas por el espionaje, pero habla con muy pocos. Intercambia data valiosa o frívola con millones, pero cara a cara su mundo es muy poco significativo. Teme perder el tiempo hablando en vivo y en directo con alguien con el que quizás vale la pena hablar. Teme, en definitiva. Teme intercambiar. Y cree (en clave individualista) protegerse en su burbuja.

Los técnicos son también producto de esta dinámica. Están plagados de números y de planillitas Excel que pretenden ser sofisticadas, suministradas por su grupo de trabajo. Números estadísticos de jugadores, disfrazados de números importantísimos que no son tales. Parece a la distancia que sobrara dialogo, pero es lo que falta. Lo que está ausente.

A ese técnico de un club más chico, más grande o incluso de una Selección, le falta dialogo. Como por ejemplo el que tuvo recientemente en la Argentina, Pep Guardiola con el Flaco Menotti. Hablaron varias horas. Como hace unos años Guardiola lo había hecho con Marcelo Bielsa. Hablaron varias horas. Sin apuros, sin urgencias, sin mirar el reloj o la pantalla del celular para apurar el cierre.

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¿Vino a pedir consejos Guardiola? No. Simplemente se armó un encuentro y participó. Habló. Opinó. Preguntó. Le preguntaron. Charlaron largo. Casi una excentricidad para estos tiempos líquidos al que Roberto Perfumo hace unos años nos planteó, en tono crítico, el nuevo rol “del hombre light”.

Ese rito cultural (en proceso de extinción) de hablar y de escuchar a alguien que no necesariamente forma parte de la célula de trabajo, fue dejando en soledad a los anónimos de todo anonimato y a los que se sienten postales de la celebridad.

La soledad del poder o la soledad del hombre contemporáneo, por supuesto no dejan de padecerla los entrenadores. Jorge Sampaoli incluido, así como tantos otros técnicos de aquí y de allá. El encierro y la decisión de no trascender los límites marcados de su entorno que intenta cuidarlo del afuera, le terminan quitando frescura y paisaje. Y lo aíslan.

Esa soledad impuesta por el sistema no es precisamente la soledad que demanda el poeta para crear. Es la soledad que intoxica.

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