Entre quienes transitan cotidianamente los pasillos del poder, es moneda corriente afirmar que en política la amistad no existe. Que todo es un juego de simulaciones, de falsas sonrisas, de cuchillos bajo el poncho, de traiciones. Que la lealtad, el cariño, la confianza, la calidez que son la marca de fábrica de las verdaderas amistades brillan por su ausencia en cuanto aparecen los intereses, las ambiciones y los egos desmesurados que son moneda corriente en la política.

Ciertamente, quienes asisten hoy a la danza macabra que es la campaña presidencial argentina pueden encontrar mil ejemplos de esta creencia.

Yo, sin embargo, vengo a contradecirlos. Yo tengo amigos que hice en la política a los que quiero entrañablemente. Uno de ellos es Lula. Mi amigo Lula.

El que dejó de ser Presidente de Brasil con el 80% de aprobación a su gestión.

El que era el candidato favorito en las últimas elecciones a presidente.

El que no pudo participar en las elecciones y hoy está preso, condenado por el inexplicable delito de ser dueño de un departamento del que no existe una sola prueba de que haya sido dueño.

Mi amigo Lula.

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Tenemos muchas cosas que nos unen. Para empezar, tanto él como yo empezamos nuestras carreras políticas en el sindicalismo. Somos los dos únicos presidentes de origen sindical en toda la historia de América Latina.

Quizás por eso, en los temas que hacen a nuestros países, a Latinoamérica y al Mundo, compartimos una visión común, que tuvimos la oportunidad de enriquecer mutuamente en las muchísimas charlas que tuvimos cuando fui presidente de la Comisión de Representantes Permanentes de Mercosur. Era un cargo que me obligaba a viajar con mucha frecuencia a Brasilia. Incluso tenía una oficina en el Palacio de Planalto, que es la sede del Ejecutivo. Cada vez que llegaba, allí estaba mi amigo Lula esperándome.

Nuestras charlas empezaban siempre por nuestro tema favorito: el fútbol. Recuerdo cuando se produjo el pase de Carlos Tévez al Corinthians de San Pablo, el club de los amores de Lula. Carlitos era estrella en Boca, pero Lula desconfiaba de su futuro desempeño en el fútbol de Brasil. Yo lo defendí y le predije que muy pronto me iba a dar la razón. Tevez debutó con un gol y luego fue una gran figura que se ganó el corazón de los fans paulistas, Lula entre ellos.

Invariablemente nuestras conversaciones siempre derivaban al tema de la unidad latinoamericana, del momentáneo desinterés de EEUU por su "patio trasero", ocupado como estaba con Medio Oriente y Oriente, de fortalecer el Mercosur y de salir "al mundo" desde esta unión aduanera, a la que veíamos como una necesidad imperiosa para consolidar las economías latinoamericanas y darle a nuestra región un lugar protagonista en el mundo.

Las madrugadas nos encontraban analizando problemas comunes de nuestra región, como la situación de los sin tierra, el hambre, la exclusión y la salud de los que menos tienen, barajando soluciones, poniéndonos objetivos, soñando con una Latinoamérica hermanada en la búsqueda de un destino de prosperidad para su gente.

Optimista irredento, como yo, cuando salía el tema de los grandes terratenientes del interior brasileño y los poderosos empresarios del cinturón industrial paulista, sus enemigos declarados, esos que jamás le perdonaron haber sacado a millones de compatriotas de la miseria para ponerlos en la clase media, mi amigo Lula, con esa enorme sonrisa que le llenaba la cara cada vez que soltaba una de sus verdades, me decía: "Eduardo querido, esa gente tiene poder para cortar una, dos, tres, cuatro rosas, pero no puede detener la primavera".

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