El lamentable arbitraje de Darío Herrera en Independiente-Boca, pone en foco la formación ausente de los jueces argentinos y la influencia de los microclimas. La fecha de suspensión que le aplicaron no deja de ser una medida anecdótica

El árbitro Darío Herrera que dirigió (es una manera de decir) Independiente-Boca el pasado domingo fue suspendido con una fecha por su pésimo desempeño, declaró Federico Beligoy, Director Nacional de Arbitraje. “Falló en la conducción”, manifestó Beligoy.

Chocolate por la noticia. Plantear que Herrera “falló en la conducción” es bajarle notablemente el precio a una actuación muy difícil de encuadrar en un parámetro técnico o conceptual.

¿Qué hizo Herrera? Lo que puede hacer alguien que desconoce por completo el juego del fútbol. Y que a partir de su desconocimiento se equivoca en todo, delatando que no está preparado para tales responsabilidades, aunque en otro momento también las haya asumido. Lo grave es que sus decisiones (no darle dos penales clarísimos a Independiente, anularle mal un gol y no haber sancionado con doble amarilla a Gigliotti, lo que hubiera significado su expulsión) definieron el desarrollo y el rumbo del partido. Y por supuesto el resultado final.

Lo evidente es que Herrera es un típico emergente de un paisaje arbitral capturado hace ya demasiados años por una mediocridad sin freno y por intereses variopintos que se entrecruzan de manera permanente. Los árbitros están en el medio de todos esos intereses. Tironeados por los climas de época y por los factores de poder vinculados en forma directa al fútbol y que a su vez trascienden al ambiente del fútbol.

Herrera hace pie o se cae como se cayó el pasado domingo en Avellaneda como consecuencia de un efecto imparable. “El problema es ideológico”, expresó el ex árbitro Luis Oliveto, retirado de la actividad en 1997. Hablaba de personalidad y temple Oliveto para superar las presiones que imponen los microclimas y los contextos.

Y extendía su mirada a los formadores: “Les falta formación a los árbitros”. La formación es el conocimiento teórico y práctico. Esa deuda monumental (académica y anímica) que registran los árbitros argentinos los empuja al error permanente. El caso de Darío Herrera es un caso más entre tantos otros de dimensiones iguales o parecidas. Un caso muy potente, pero que está inscripto en una dinámica que no parece tener retorno.

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Más bien que la fecha de suspensión que le aplicaron a Herrera no va a modificar nada. Es anecdótica. Ni Herrera se reformulará después de la leve sanción ni este episodio que lo ubicó en primera fila luego de su colapso en Independiente-Boca, servirán para algo en particular.

El sistema, en definitiva, arroja que árbitros con escasa preparación queden expuestos como víctimas inobjetables de claudicaciones a gran escala. Por eso Herrera se llevó un aplazo estruendoso.

¿Quién lo va a corregir? Nadie. ¿Quién le va a mostrar sus errores para interpretarlos? Nadie. ¿Quién le tirará alguna soga para que se rescate? Nadie. Estará solo. Y sin ningún espejo. Como todos sus colegas.

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